PIERRE PEUCHMAURD 

Black suite

                                                                           A  Jimmy

 

El cielo está vacío bajo las sábanas

el invierno ennegrece el bosque

flores insumergibles

guardan las profundidades

La cuerda de la escalera

se balancea como un reloj,

como los flotantes pulmones de la sombra,

el cuerpo rojo del poema

Nadie ve la sangre en su vaso

nadie ladra a su caravana

nadie pasa

Al primer tiro, el corazón se desploma –

algodones y pólvora

blusas en el aire negro

Nubes de oro

hierro en la garganta,

queda mucho tiempo

el ojo en el crepúsculo

y el hierro en la garganta

Se oxida

Afecto que exonera

brote de animales muertos

primavera tenaza,

esto no va a tardar en ser suficiente,

es suficiente

Es como la sangre que ha hecho falta

para pasar de la ternera viva

a la pulsera de mi reloj

Los caballos de ambulancia

los caballos del martes

con las piernas cortadas como los hombres,

los caballos con paso de danza

en la pista de los segadores

y en los largos pasillos

el eco de sus entrañas

Bajo el dosel blanco, el dado negro

el brazo de la enfermera

en la noche de la sed

Sótanos de los muertos, frascos

y los primeros cuchillos del día

como si fueran gritos de monos

en lo alto de la luz

Toda la noche el ruido del cuchillo en la piedra

y todo el día el ruido de la piedra en la cabeza

Toda la noche el ruido del fuego en el pecho

todo el día el fuego del ruido en la mandíbula

La zarza crecida en el ojo

es la única flor de la mañana

Halcones de granizo

Párpados de plomo

se cierran a mediodía,

cortinas de carne,

faldones de hierro,

lentas grapas

en el pecho

El sol da sobre la piedra

más tarde que la sombra

La tierra no es redonda

la tierra es un rectángulo

de carne sucia y vendas,

un pedazo de hambre en la cuchara

La tierra es un valle de cangrejos

Muerto el cerdo, ¿qué hacer con las perlas?

¿A quién ofrecer el rocío azul?

¿A qué insulsos hombros

qué cabellos amarillos

qué santo horror

qué cuerpo podrido?

¿A quién echar las suaves perlas?

                     

                       Pierre Peuchmaurd  (París, 1948-Brive, Corrèze, 2009),

                       revista Animal Sospechoso, núm. 5-7, Barcelona, 2009

                      Traducción de Miguel Casado

                      Envío de Jonio González

 

 

EL LUGAR AMARILLO

 

El frío es cuando todo ya ardió. Cuando el fuego lo ha besado todo, todo lo abrasó. Todo enrasado.

  O es una lenta parálisis, una gangrena de hielo que va apagando el corazón y sus atributos, como parece que hace la belladona.
  El frío se dice con una voz mate, mineralizada por la combustión, como los huesos se hacen piedra bajo las razones y bajo los propósitos.

  Esa voz no es neutra ni ausente. Blanca, jamás. Siempre trae algo de la quemadura y de la glaciación. Una protesta en el nombre mismo del vacío y de la melancolía. Un rechazo de la desposesión por encima de su evidencia. “Aún hay luz sobre las alas del gavilán”.
   
  Pero ensordecida, pues las luces se ensordecen también, y ahora, tal vez, puedes ver qué sucede cuando todo te abandona, cuando todo queda atrás y te descubres desnudo ante aquello que falta por venir, ese “gran sábado de la vida” por donde pasará “el animal perfecto” de la indiferencia, y una vez visto, ya nada más podrás ver.

  Tal como yo lo oigo, de ese lugar habla Antonio Gamoneda. Ese lugar bañado por el amarillo de la peste y del antes de la muerte. Allí él aguanta sabiendo que no aguantará por mucho tiempo, sólo lo necesario para reagrupar la vida, toda la vida, pues no estamos aquí para facilitar el trabajo de la muerte.

   Reagrupar, reunirlo todo, para la primera revuelta o para el último combate, cuando el pensamiento “es sólo recuerdo de la ira”, pero ahí sigue la ira. Es el último combate y Antonio Gamoneda, con una mano que apenas tiembla, reagrupa, lo recobra todo. Todo: “yeguas fecundas en la fosforescencia” y “caballos inmóviles en la tristeza”, el gesto deslumbrante de la costurera, “y sus brazos son blancos entre la noche y el agua”. Todo: los efectos y las causas (“las causas infecciosas”), que son lo mismo. Todo lo que se ha amado y se ha dejado morir antes de tiempo, porque somos como los pájaros, “bajo leyes de vértigo y olvido”.

  Todo –y ponerlo en el lugar amarillo, a la espera de que todo lo aplane ese bloque ciego, esa masa sorda de la nada que llamamos muerte. Ponerlo ahí para oponerse, porque eso era la vida, nuestra carne y nuestro sueño. Y veremos cuánto aguanta. Nada, seguro, pero tal vez todo. Ese frío que traspasa nuestros cuerpos y nuestros cuerpos lo sienten, eso no es el miedo, es la esperanza, es la tristeza. Nuestra única falta es la esperanza.

   “No tengo miedo ni esperanza”, dice Gamoneda, descubriendo tal vez el verdadero secreto de su poesía. Sin miedo ni esperanza, sin alegría ni amargura, sólo ira y estupor, y temblor cuando la voz tiembla, y del hombre – incluso abatido, incluso reducido a la espera de su fin – la dignidad.

  Estrictamente verídica, increíblemente determinada, determinada hasta el frío y el escalofrío, venida del centro abrasado de la palabra que era deseo, la poesía de Antonio Gamoneda –al menos, ella– está aquí para enlazar nuestras manos muertas con las rosas negras de los glaciares.

 

          PIERRE PEUCHMAURD

          El texto, titulado ‘El lugar amarillo’,

          ha sido traducido para Faro Gamoneda por Ildefonso Rodríguez.

 

 

El lugar amarillo

 

Escucho la entrevista a un golpista.  Mejor dicho, escucho como se le presta un medio de comunicación a un golpista para que diga cosas sin controversia alguna.  De pronto siento un intenso frío.  Pienso en un lugar amarillo.  Solo queda la dignidad escondida tras las piedras.

EL LUGAR AMARILLO

El frío es cuando todo ya ardió. Cuando el fuego lo ha besado todo, todo lo abrasó. Todo enrasado.

O es una lenta parálisis, una gangrena de hielo que va apagando el corazón y sus atributos, como parece que hace la belladona.

El frío se dice con una voz mate, mineralizada por la combustión, como los huesos se hacen piedra bajo las razones y bajo los propósitos.

Esa voz no es neutra ni ausente. Blanca, jamás. Siempre trae algo de la quemadura y de la glaciación. Una protesta en el nombre mismo del vacío y de la melancolía. Un rechazo de la desposesión por encima de su evidencia. “Aún hay luz sobre las alas del gavilán”.

Pero ensordecida, pues las luces se ensordecen también, y ahora, tal vez, puedes ver qué sucede cuando todo te abandona, cuando todo queda atrás y te descubres desnudo ante aquello que falta por venir, ese “gran sábado de la vida” por donde pasará “el animal perfecto” de la indiferencia, y una vez visto, ya nada más podrás ver.

Tal como yo lo oigo, de ese lugar habla Antonio Gamoneda. Ese lugar bañado por el amarillo de la peste y del antes de la muerte. Allí él aguanta sabiendo que no aguantará por mucho tiempo, sólo lo necesario para reagrupar la vida, toda la vida, pues no estamos aquí para facilitar el trabajo de la muerte.

Reagrupar, reunirlo todo, para la primera revuelta o para el último combate, cuando el pensamiento “es sólo recuerdo de la ira”, pero ahí sigue la ira. Es el último combate y Antonio Gamoneda, con una mano que apenas tiembla, reagrupa, lo recobra todo. Todo: “yeguas fecundas en la fosforescencia” y “caballos inmóviles en la tristeza”, el gesto deslumbrante de la costurera, “y sus brazos son blancos entre la noche y el agua”. Todo: los efectos y las causas (“las causas infecciosas”), que son lo mismo. Todo lo que se ha amado y se ha dejado morir antes de tiempo, porque somos como los pájaros, “bajo leyes de vértigo y olvido”.

Todo –y ponerlo en el lugar amarillo, a la espera de que todo lo aplane ese bloque ciego, esa masa sorda de la nada que llamamos muerte. Ponerlo ahí para oponerse, porque eso era la vida, nuestra carne y nuestro sueño. Y veremos cuánto aguanta. Nada, seguro, pero tal vez todo. Ese frío que traspasa nuestros cuerpos y nuestros cuerpos lo sienten, eso no es el miedo, es la esperanza, es la tristeza. Nuestra única falta es la esperanza.

No tengo miedo ni esperanza”, dice Gamoneda, descubriendo tal vez el verdadero secreto de su poesía. Sin miedo ni esperanza, sin alegría ni amargura, sólo ira y estupor, y temblor cuando la voz tiembla, y del hombre – incluso abatido, incluso reducido a la espera de su fin – la dignidad.

Estrictamente verídica, increíblemente determinada, determinada hasta el frío y el escalofrío, venida del centro abrasado de la palabra que era deseo, la poesía de Antonio Gamoneda –al menos, ella– está aquí para enlazar nuestras manos muertas con las rosas negras de los glaciares.


 


Tomado de: Prólogo a la segunda edición francesa del ‘Libro del frio’ de Antonio Gamoneda

(trad. por M. Joulia et J.-Y. Bériou, Editions Antoine Soriano, 2005).

El texto, titulado ‘El lugar amarillo’, ha sido traducido por Ildefonso Rodríguez.


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ANNE-MARIE BEECKMAN 

 

LA MUERTE

 

La muerte, mecanismos : jubones a destajo, toda una maquinaria de

globos, sexos con poleas, sevicias, rastros de caza.

 

La muerte, y sus encajes. La soldadesca corre en sus lanzas, va

lanzada. La soldadesca trepa y deshace sus guipures. Sus tabas

muerden el anzuelo de la suerte negra.

 

Camino del Daño, el paje negro y su regazo de seda. La placa de su

torso aplastará los trigos.

 

 

LA VIDA

 

La vida-el chorlito se alisa las plumas de oro. El lilar azulea en unos

senos. La vida-certeza, para los ladrones de higos.

 

Una mordedura. Una ópera lejana. Frondas y follajes. La vida se

mete en líos bajo los helechos. En el ambar azul, cristal y maleta.

 

Al otro se le llena de despojos vivos. Al otro se le reconoce como

carne para el chuchillo. La vida-los amantes se adorna los huesos con

sus plumas rojas. Cipote, el viento.

 

Traducción : Ildefonso Rodríguez, mai 2000.

Los cuardenos del umbo n°  

 

 

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LOUIS-FRANçOIS DELISSE 

 

Tumbas

 

Traducido del francés por Ildefonso Rodríguez

 

          Cazador, yo cazo por ti. Sombra, yo soy tu sombra.

          Ahí, me callo, muda y desocupada.

                              Anne-Marie Beeckman

 

1

¡Mi tumba no tendrá ni losa

ni cruz, ni siquiera mi nombre!

Sobre mi tumba dejad

que corran los talones de los niños.

Dejad que la cubran

con sus dedales de lis

y sus palmas de manzana:

mi tumba no tendrá ni velos

ni mortajas, ni fechas siquiera.

 

2

Enterradme bajo las margaritas

uñas del prado, bajo el trébol de

cuatro hojas, amor del prado.

Enterradme en la parva de

heno, grupa del prado. En la

gavilla de ortigas, muslo del prado.

Cerca de una liebre o de una perdiz

olvidadas por los fusiles de la caza.

Cerca de la charca, la cara del prado.

 

3

No me enterréis bajo una piedra,

enterradme bajo un árbol

entre sus raíces, que así me

hundan más la carroña

y que el árbol me alce los brazos, la

cabeza, entre sus ramas: yo

volaré con sus hojas, yo

caeré con sus flores,

con sus flores expiraré.

 

4

Si muero, echad mis despojos

a las tijeras de la niebla del alba.

Llevadlos entre las varas

de una carreta, cortadlos en

pedazos sobre los avellanos,

que el mediodía los haga flotar

entre los vientos contrariados,

que venga la tarde a quemarlos,

y la medianoche sobre su miseria constelada.

 

5

A este mundo lego mi piel

cuando esté bien podrida.

Lego a este mundo toda

una marmita con mi carne

cuando los gases la hayan hinchado

y colonizado los más gruesos de mis

gusanos. A mi mujer lego mi hueso

cuando esté bien seco y amarillo

para que la desuelle.

 

6

Cuando tenga que morir

llevadme al arenal

de una duna junto a unos cardos

bajo la espina dura de la luna,

nunca a una cama de hospital.

Llevadme ante el mar o

a un alto acantilado, entre

las ovejas de piernas finas,

con el dulce balido de esta vida.

 

7

Estar muerto viviendo es una suerte

muy compartida por las aguas muertas y las gentes

por los otoños y por ciertas primaveras.

Una suerte que arrastra sus frutos podridos o

tuerce sus flores saqueadas en largos zarcillos.

Pero los muertos no se quejan ni siquiera vivos,

los muertos lloran de pie como tiemblan

los árboles apoyados en los vientos malignos, o

las olas lisas ante las grandes corrientes.

 

8

Una flor habrá perforado la niebla

como una risa de niño este tiempo.

Como un cuello de niño clavará

mi cráneo de muerto en el cielo

agostado. Como una flor ha llevado

mis rodillas a sus párpados,

alzado su perfume de mis piernas

a sus rizos, y alisado su color

sobre su dulzor, sobre mi dolor.

 

9

Yo me reencarnaré en un pájaro

solitario del cielo, pastor de hierbas.

Aguzanieves con gola, pinzón

con pinzas, llevando la flauta en el pico.

Tordo con plumaje peinado de gris,

yo me reencarnaré en un pájaro

pastor de hierbas, solitario del cielo.

Para morirme en un pájaro

caído de espaldas, el pico al aire.

 

10

Los tordos forman

una familia de pájaros

que coronan mi corazón:

el zorzal, el estornino

el petirrojo, el mirlo

el gorrión, el ruiseñor

y  mi difunto primo Jacky

Dodin cuando los

llevaba en su pincel.   

(1996-2005)

 

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*
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JEAN-YVES BERIOU 

 

LA PIEDRECITA DE LA MUERTE

(Le petit caillou de la mort)

 

Y el oro del cielo entre las ramas

del corazón. Y la isla negra, quizás en el mar:

¿eran nuestras fiestas?, ¿la piedrecita de la muerte? Eran

los perros, las perras, sus bodas, el olvido

La juventud no pasa: se empala

grita de risa: un coágulo en la garganta,

un ave de rapiña clavado en lo más alto

de la memoria,

un clavel

Una piedra más, de las frambuesas el perfume,

una mano crispada entre los muslos

del rayo

Y tus pasos, y su sombra sin fin, a mediodía,

a medianoche, entre las horas y la venas que salen

de un azul celeste que sobreentendemos, detrás

el latido de una ala

que oscurece el mar

La poesía: prender fuego con nada, con todo:

no cenizas, brasas

Y el oro del corazón entre las ramas

del cielo.

                       

                       JEAN-YVES BÉRIOU

                              Poema traducido con la ayuda de ILDEFONSO RODRÍGUEZ

 

 

Banderas, cuchillos

[Cinco fragmentos]

Traducción de Miguel Casado

 

El canto de una vértebra de oro, alto, a medianoche.


Vértebra que habla, pájaro de los osarios, mis plantas enloquecidas.

El vientre de un hechicero de boca estrecha, vientre que ríe.
En mi pulmón más bello, un muerto roe, dice no.


Un niño soñador, su cráneo olvidado, sus galas de domingo.


Violetas, cristal abierto en los calveros de sangre fresca.


Enigma de los mapamundis, marea por encima de las tumbas.


Siglos de ceniza volando por encima de la hoguera: el infierno.

La dulzura de un muerto que nos reúne, su piel: el infierno.
La frágil, la tenebrosa, la insatisfecha, la enamorada; el infierno.


Sigue esperando la llegada de la sangre en lo profundo del cielo.


No esperes más, iza la vela de nunca, la de las abejas.


Flota un mar de acero bajo velos de luto, un siglo pasará.


Escribir poemas, espiar al animal de los días festivos.


El pecho nos arde, se ausenta, sin órganos: el infierno.


A la estación, a la alegría, la gran música de las penínsulas.

Nuestro compañero, el antiguo animal, respiración de niño.


Deslumbrado, sus pezuñas de rayo golpean en la puerta del siempre.


Lo sabes, sin órganos, cubiertos con la sal de lo imposible: tórax.


Y ahí está el cielo con su barco negro, sus ciervas desolladas.


Desde ayer, las aves de presa, las brasas, la verdad.


Yo canto sin saber, desfallezco, contemplo el mar.


El ave que levanta el vuelo regresa al puño, al umbral la nube.


La nube en la ventana, como un fucsia que tiembla; el infierno.


El alba nos degüella, cielo de sed, lección de eclipses.


El enemigo tirado en la cuneta entre la hierba doncella y el áspid.


El que habla mejor, el desollado del cielo, la anatomía en el espejo.


Escucho las baterías del amor, el jazz de siempre, la infancia.


Si no es el infierno, es que es el hueso, los vencejos volando.


Yo me consumo, soy la abeja, el vino, soy la tarde.


La tarde bebida y por beber, perdido el demonio, con demora la desesperanza.





Es el mar, sus planetas frágiles, color de insecto.


Es la ciudad, sus mataderos, sus nubes; su oscura yugular.


Los espectros, los ancestros, los lémures, las golondrinas de mar.


Ya ves, el cielo, su canto de hojarasca, de hogueras: el abismo.


En el fondo del espejo otro espejo, vieja adolescencia.

El abismo y tus canciones: tu aliento, el carguero del oeste.
Lujo, miseria, sal invisible que seca los tormentos.

Tras la gaviota triplemente mortal, el lujo de tu talle.
Antes de la muerte, ordenamos los papeles del azur; el arcoíris.


Se desvanece la juventud de los gatos y canta el brezo.


Vendrán los otoños en sus jaulas llameantes.


Se sostendrán los inviernos, centinelas a la puerta de los yacentes.


Los ramos de sangre, las velas desdeñosas, la ternura del fuego.


No, ni la estela de abril ni la ausencia de los reinos.


El olor de ciertas algas, la última vértebra, la del fondo del ojo.


Los océanos después del amor, los océanos antes del amor.



El cielo es un cráneo, el cráneo es un cielo abierto sobre el cielo.


El cielo es un cráneo en el cráneo de los muertos; pero están las hadas.


La muerte es un cielo en el cráneo del que sueña; pero está la nutria.


El cráneo del cielo: pero la que sueña en el sueño del que sueña.


En el hombre, en su vena más gruesa, su enemigo excava.


En los ojos del enemigo veo todas las aves del mar.


Convoca, amor, las velas negras de los hookers de Carna.


Y la constelación de la foca, y los dientes, adagio.


El lujo del cráneo, maquinaciones, óperas, relámpagos.

Lo absoluto del amor, el ave de la abundancia; el infierno.
A la mesa de las mareas sentémonos, con lágrimas en los ojos.


Aquí, bajo el signo del tercer cielo de la melancolía.


El cráneo del cráneo, perdido en la luz, abril del invierno.


Como bebida fresca, empinemos el codo de los muertos entre las sábanas.


La voz de las piedras vivas, de los viejos insectos encerrados.


Tu veneno por beber, cielo mío, por beber en tu cráneo, hermosa mía.

Los pájaros negros del mañana, de la dicha, del eclipse.


Una sombra roja, en el cadáver sueña una piedra, el vado.


La dicha, en jirones, visiones de polen sobre el mar.


El fotógrafo ciego: abiertas galerías, animal obligatorio.


Como la sombra que tiembla bajo el árbol de un huerto, y el espanto.


A lo lejos, allá donde los niños, sus vértigos, barcas de antaño.


El recorrido de una liebre en el mapa: arde la liebre, arde el mundo.


Volvamos a las noches del helecho, a sus maneras eternas.


La bandera negra del tiempo sobre la sombra de los amantes; el miedo.


El miedo, el granito y sus príncipes, juventud del vagabundo.


Vivíamos entonces en las ciudades por donde pasan los ríos.


Bajo los puentes de Lyon, la barcaza de los muertos, qué hastío.


Huesecillo que cruje entre los dientes del amor, en sordina.


Vestigios del día, bulevares del crimen, hacia el olvido.


Me asomo a medias al cielo, que todo lo niega, y olvido.


El olvido de las chiquillas, de los chicos, piel del mundo, el olvido.


 

 

EL JABALÍ ATURDIDO POR LA CAÍDA DEL SOL

Traduit par Ildefonso Rodriguez

 

Reír como una horda de moscas al sol. Moscas del paraíso, las del pulmón izquierdo, todas las moscas de los estanques. Minas de oro. La mosca del infierno no es la que se cree.

A través de las llamas, los ojos azules, languidez, viñas de la sombra roja, las coronas de relámpagos;

en la ribera, marchas agotadoras, ¡qué conciso es el rayo!

El paseante del cielo, sus animales alegres, la canción de columna vertebral, sus culebrillas, uno moriría con gusto otra vez, la cuneta es profunda;

los ejércitos en desbandada, las manadas de caballos de ámbar endurecido, los cuatro elementos tocando a rebato.

La rata de agua: eso sí que es morir. La suerte, una música blanca cubierta de moscas.

En la música blanca, uno ya está muerto. Los muertos, las moscas, las ratas, las vértebras, el campo de trigo que aúlla al mediodía, la insolencia de una noche que se despista hasta el mediodía, y todas las noches que se abren en el lago: es fácil, el pulmón de la rata murmura en el infierno de la cabeza;

ya no tenemos cabeza, somos los pájaros viejos del atardecer sin cabeza, los maniquíes de mimbre que se alzan sobre las piras.

Tiempos de hambrunas, llamas negras, no hay memoria.

Risa de un ventrículo que se niega a reír. La cabeza de una mosca, la invisible, y es el invierno.

Y es el invierno, la música de las esferas es un hueso que silba. Cuando se duerme, uno duerme siempre sobre un viejo montón de cráneos, los cráneos de Jauja, los de plenilunio.

Todas las cabezas de las turberas, se abre la puerta, y, mira, la fosa de los vagabundos obstinados, con ojos de fucsia. La gaviota dice no, dice sí, le abre el cráneo al mar;

y es mañana en el reloj de los pechos, de las venas translúcidas, de los manojos de narcisos;

Reír como una horda de cráneos desdentados. Los ojos negros, en los bosquecillos, los hombros desnudos de las soñadoras de siempre, las grandes cunetas húmedas donde se adormece la mugre.

Las moscas del infierno canturrean con la aurora. Sueñan con un paraíso frío de rosales negros, de bestias indolentes. Con el cielo y con su doble.

¿Y quién deja el infierno a sus espaldas? ¡Cómo arden las casonas de la melancolía!

Y aquí esta el muriente, sus pupilas de espuma, y su mirada de muriente en la pradera de los antepasados por venir.

Y del molino gira la sombra venenosa: nuestros días, nuestras noches, los pensamientos infames.

Mira, llega el tiempo de los avellanos ardiendo, de las fragatas perdidas en el océano de las moscas. La gracia, la desgracia, mil veces la vuelta al mundo. El color de tus ojos, los senderos de la rabia.

El jabalí aturdido por la caída del sol.

Las moscas del infierno tienen mucho que hacer.

 

 

 

RÍETE, MI PEQUEÑA CABEZA DE LOBO 
 
 

 

El verdugo de dentro ha cesado de llorar


Pero ella, bajo el cielo, abandonada

el pozo sin fondo dando vueltas en el ozono



Nuestros climas, nuestras estaciones, un animal



Sudando de miedo, el ojo en el fondo del ojo


abierto de par en par en el balcón de la tarde



Bajo las arenas, la angustia de las aguas


el castillo de sal incrustado para siempre



Una pluma, un ave, en el manantial


un ala, una vértebra, en la muerte



El verdugo de dentro abre la puerta


de fuera. La infancia asediada, del siglo


las hordas, en la distancia, bajo los párpados



Ríete, mi pequeña cabeza de lobo, por nada

por todo por la rectitud de los yacentes
por la pureza de la sombra, por la sed



El corazón sucio, el mar

 

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ROBERTO SAN GEROTEO   

 

Tarde de verano en una habitación. En la ventana abierta una vieja sábana

azul oscura, de aquellos años de plomo, a guisa de cortina, colgada

con dos clavos. La luz la destiñe. El viento la habita. De abajo arriba,

de arriba abajo. Las gaviotas sólo son sombras cuyos gritos se disuelven

en el rumor de la ciudad. De vez en cuando, por unos segundos, ladrillos rojos,

amarillos. Luego se despliega de nuevo como un pulmón sobre su tabique,

contra el vacío, y da sombra dentro. Tan atrás como recuerdo, estoy cerca de ti.

Veo, al trasluz, la gente. Una gaviota cena paloma en la acera. No queda nada.

Una ventana entre paredes y el vértigo siempre. El árbol más joven de la avenida

fue necesario replantarlo, parece, unos días después de que yo naciera.

 

(Traducción de Miguel Casado)

 

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GUY CABANEL

 

DUODÉCIMO ANIMAL

(fragmento)

 

Este amante privado de orejas, buen roedor de escamas, no olvida, entre tanto, verificar cada mañana el funcionamiento de sus propios orificios que en número ya considerable aumentan rápidamente sobre su cuerpo resquebrajado.

Árbol hueco, nada entre las dos aguas superpuestas del canal que lo conduce a un destino cuyo secreto ha sido celosamente guardado.

El hálito del agua puede apagar sus párpados azulados por la amargura de los mares.

En el caos de las existencias destruidas te encuentras definitivamente solo en tu misión de elaborar su regeneración. Ni un junco ni una hierba de donde aferrarte para poder luchar contra la corriente que te arrastra hacia las fauces de los trituradores.

Te someterán a la acción de los gases.

Invoca, invoca, eterno ausente, tus reservas de ázoe. El aire coagulado en el fondo de tus pulmones comienza a obstruir tus vías respiratorias.

Tus ojos de espato, tus manos de mica esquistosa obran por sí mismos; separados de tus restantes despojos, remontarán por deslizamiento entre las floraciones subterráneas para encontrar un sitio donde poder yacer, hasta que un nuevo impulso los conduzca más arriba.

El color rojizo del agua convierte en sangraza tus cabellos, raíces de helechos, que se alargan con desconcertante rapidez y se libran de un cráneo poroso, gruesa esponja voraz que rueda por las profundidades oceánicas.

Cuando las brumas huyen hacia alta mar, los cuerpos no encuentran paradero bajo el horizonte y prosiguen entonces su habitual peregrinación.

 

De Animal Noir

 

 

EL ARO HECHO PARA TU TOBILLO REMOLINEA EN EL ESPACIO EL GUANTE QUE VELA TU CARA SE ANIMA CON EL ROJO PERMANENTE DE LA NOCHE COLMADA DE TU CUERPO
guy cabanel

 

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LAURENT ALBARRACIN  

 

La rueda se engendra sin cesar

de no poder desplegarse

ni salir del vientre de la rueda.

la rueda es prisionera de la rueda

y no conocerá jamás del mundo

más que la gran rueda de la ruta.

los rayos de la rueda

no brillan más que el cubo

hacia la llanta.

la rueda no puede

no repetirse.

si la rueda evolucionara

sería el fin de la rueda

y de la perfección.

y si la rueda muriera

su cabeza vendría incluso

a caer entre sus muslos.

 

Laurent Albarracin (Francia)

Traducido del francés por Myriam Rozenberg

 

 

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Pierre Peuchmaurd

        translated from French by E.C. Belli

 

THE SNOW

 

After they had both melted into the pink sheets of sundown,

dark machines began to produce pleasure.

They would be taken away the next day;

they knew it. The night was short, the morning haggard.

 

A hundred thousand years later,

molded in the pink sheets of sundown,

dark machines produce pleasure,

desire, pleasure, desire, pleasure, pleasure.

 

 

SUNDAY

 

Shadows, like a whim of light. Shadows too that part us.

 

Listless sun on the gravel, on the porch,

on the floorboards, in the mirror, and in your bed. And in your bed.

 

Floors. Skirts rumpling. The rules of the game.

 

In the attic, the hanged are talking about their childhood.

 

 


They first appeared in L’Oiseau Nul (Seghers, 1984).

 

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Desprecio la autoridad no porque me pueda oprimir,

sino porque es injustificable, porque no es más que

una máscara sobre la jeta de innobles bestiales.

Maurice Blanchard

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Una vez oí hablar de tiempos antiguos,

en los que los animales, los árboles

y las rocas hablaban con los hombres.

Novalis

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Nosotros arrancaremos la lengua grisácea

del anecdotista, ese mito incrustado

en las desgarraduras del tiempo.

Maurice Blanchard

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La almohada duerme por el día y trabaja por la noche.

Ghislain Mirkos

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